Ya sabe usted, por relato previo, que, Frey Sotomayor pasó sus últimos seis años de vida en Manzanares dedicado en exclusiva, tal como era su deseo más íntimo, a las tareas parroquiales de nuestra villa. Se ayudó para eso, del informe de su médico personal, Miguel Dauxá, que le sirvió para abandonar los cargos que tenía en la Orden Calatrava y en el Cabildo de Manzanares. Y todo eso lo hizo, sigue D. Cosme, no solo por cumplir ese deseo suyo de mucho tiempo antes, también por eliminar de su vida obligaciones que le estaban minando su salud psíquica y física, habida cuenta de lo poco que le gustaba lo que observaba en el panorama político y eclesial de España, terminada la Guerra de la Independencia.
En los primeros tiempos de postguerra, el «deseado» Fernando VII, se transformó, al muy poco tiempo de recuperar el trono de España, en, sin duda el peor y más funesto Rey que tuvieron nunca las Españas.
D. Pedro, en la placidez de la vida local de nuestra pequeña villa manchega, se dio cuenta enseguida de ello, al tener noticias de la represión que el ínclito rey practicaba ya, en toda España, y que se atisbaba también en Manzanares, por algunos edictos de nuestra autoridad local, siempre haciendo referencia a que se ajustaban a mandatos reales, pero en los que ya existía un marcado contraste con la dinámica democrática y liberadora de primeros momentos de postguerra, emanada de los principios de la Constitución de Cádiz, que fue abolida en aquel primer tiempo del reinado de Fernando VII.
Entre esas medidas iniciales del Rey, estuvo la amnistía a gran parte de la aristocracia afrancesada (y aprovechada, apunta entre paréntesis D. Cosme), en una maniobra inaudita e hipócrita de quien, supuestamente, llegaba para recuperar nuestra dignidad de pueblo libre. Esa aristocracia afrancesada, representada en su máxima expresión manzagata por el marqués de Salinas, vio repuestas todas sus antiguas propiedades y su poder omnímodo sobre las gentes del pueblo, algo que disgustó bastante a nuestro Párroco, que siempre fue crítico con la opulencia de esos pocos mandamases, por el contraste que provocaba con la gran mayoría de sus más desfavorecidos feligreses, pero, sin duda, lo peor para Frey Sotomayor en esa deriva, fue el «arrastre» que supuso la misma en el ámbito eclesial, que seguía intensamente «maridado» con el poder político en la España de postguerra, a la que no había llegado el efecto separador de poderes, emanado del movimiento de la ilustración europea.
La dirigencia eclesial de las Ordenes y Arzobispados, con extensión a la de los Cabildos locales, se «acomodó» a la nueva situación fernandina, restableciendo, egoístamente, sus cuotas de poder perdido o muy amenazado, por la letra de la Constitución de 1812, recuperando la Iglesia, en ese tiempo, viejos modismos e instituciones, como el Santo Oficio que, personalmente, tuvo que sufrir el propio Sotomayor.
A D. Pedro, no le gustaba nada esa evolución por el concepto de voto de pobreza y dinámica de búsqueda de la equidad que, para él, estaba indisolublemente integrada en el mensaje cristiano y, por supuesto, en su propia idea del mismo. Solía decir que: «la caridad, antes que virtud, era obligación del buen cristiano.» Tampoco le gustaba nada el Santo Oficio, lo que se deduce de su habitual mensaje, «el hombre no puede sustituir a Dios en el juicio moral de los actos humanos» y, aunque él, en su juicio del Santo Oficio, salió muy bien parado en su prestigio personal, vio muy duramente castigada su salud.
Aparte la carga afectiva que tuvo que soportar por sugerencias y veladas acusaciones de implicación en la francmasonería que se instaló en Manzanares, a principios de la segunda década del siglo XIX, Sotomayor sufrió, paralelamente, al apreciar cómo se restablecían o ganaban fuerza, los viejos hábitos viciosos de la sociedad española de aquel tiempo que, tal como le comenté antes, propiciaban un creciente nepotismo político y eclesial de las aristocracias dominantes por entonces en ambos estamentos.
En cierta medida, todo ese «ambiente» favoreció el deseo de D. Pedro de dedicación exclusiva a la Parroquia, pues, a la vista de lo que veía, decidió, aun con más fuerza, que la entrega a la vida parroquial le llenase todo su tiempo y le aislase de todo ese entorno político y eclesial que detestaba. Además, seguramente D. Pedro, por su quebrantada salud, no se sentía ya con fuerzas para dar grandes batallas contra esas tendencias del poder civil y político.
Poco a poco, se aisló de todo el mundo que no fuese el de su muy deseada actividad diaria y directa con la feligresía. A partir de 1819 y en los tres años de vida que aún le quedaban, por los datos de los archivos parroquiales, esa actividad fue decayendo poco a poco, probablemente denotando su cada vez más precaria salud.
Aparte, el panorama político se tornó muy convulso en España, al inicio de la tercera década del XIX. Como reacción a la dictadura fernandina, se produjeron movimientos políticos en el Reino de España, contrarios a las jerarquías dominantes, incluyendo el anticlericalismo, como resultado de la connivencia previa entre Iglesia y Estado. Esto último, también disgustó al ya muy enfermo Pastor de Manzanares, lo que se evidencia en alguna de sus últimas homilías, cuando comentaba con cierta frecuencia que: … “la Iglesia solo es un puente para facilitar el tránsito de las personas hacia Dios y aunque cualquiera puede llegar hasta EL, es absurdo que la propia humanidad ataque a quien así quiere ayudarle”.
Y, así, en los dos primeros años de esa tercera década del siglo decimonónico, los últimos de su vida, D. Pedro Álvarez de Sotomayor fue languideciendo lentamente. Ya muy enfermo y achacoso, en los últimos meses de 1821, decidió fijar su residencia póstuma en la casa del Mayorazgo, donde vivía el entonces alcalde constitucional de la villa, D. Donato de Quesada. Las “malas lenguas” adujeron que D. Pedro se mudó allí para evitar el contacto diario con algunos clérigos de su curato que tanto le incordiaron esos años, pero yo, sigue D. Cosme, me barrunto que D. Pedro lo hizo para tener al lado y poder orarle en cualquier momento del día, a su muy amado Nuestro Padre Jesús del Perdón, al que tenía un acceso directo desde la casa a la Ermita de la Veracruz.
Tras haber entregado a Manzanares y a sus gentes, los últimos 21 años de su vida, en un alarde de inteligencia, trabajo y exigencia personal con su feligresía, nada más iniciarse el año 1922, (eleva la voz, solemne y compungido, D. Cosme) el día 2 de enero, entrega a Dios su espíritu, D. Pedro Álvarez de Sotomayor, sin dejar bienes de ninguna clase, porque nunca quiso poseerlos. Para lectura de sus seguidores, le ruego, incluya en la crónica la partida parroquial que da fe de su defunción:
”En la fidelísima villa de Manzanares, en dos de enero de mil ochocientos veintidós, habiendo recibido los Santos Sacramentos de penitencia, eucaristía por viático y extremaunción, murió frey D. Pedro Álvarez de Sotomayor, de esta vecindad, natural de la ciudad de Lucena, rector y cura propio en la única iglesia parroquial de referida villa, hijo lexítimo de don Juan y de doña Dionisia Rubio, aquel, natural de dicha ciudad de Lucena y esta de Archidona, en el reino de Córdoba, y se enterró al día siguiente en el cementerio parroquial. Su edad 58 años, calle del Mayorazgo, casas de don Donato de Quesada, y firmé, Hizo el desapropio con arreglo a su Orden. Firma: Antonio Sánchez Garrido”
Al día siguiente, continua D. Cosme, en un entierro discreto y sin alharacas, tal como él mismo dispuso en sus últimas voluntades, ese hombre insigne y providencial para la gente de Manzanares y nuestra historia como pueblo, Frey D. Pedro Álvarez de Sotomayor fue enterrado en el cementerio parroquial de la Virgen de Gracia.
Allí reposaron sus restos, casi un siglo, hasta que hace muy poquito, antes de levantarse en ese solar el colosal Gran Teatro de este pueblo, se clausuró la historia de ese cementerio y se “mondó” su tierra santa de difuntos, entre ellos el del más grande Pastor que nunca tuvo Manzanares. Sus restos, esta vez sí, recibieron el cariño y boato de todo el pueblo, cuando fueron trasladados a la Parroquia, donde fueron honrados, ceremoniados y, finalmente, trasladados a la tumba donde hoy reposan, en la ermita de la Veracruz, a los pies de su idolatrado Cristo Arrodillado del Perdón.
D. Pedro, prosigue D. Cosme, dejó en Manzanares su legado particular de vida cristiana, muy estricto en que su feligresía aplicase, en su vida y actos, los principios cristianos, algo que, para él, resultaba primordial, y que ponía por encima de los ritualismos religiosos e, incluso, de la oración que para él eran muy necesarios como ayuda y apoyo a la fe individual, pero inútiles si no se acompañaban de los que él denominaba, “actos debidos del buen cristiano”. Su firme compromiso por mitigar la difícil vida de las gentes pobres de solemnidad, le llevaron a enfrentarse en juicio al Comendador el año de su llegada a Manzanares.
Hizo de la caridad obligación, más que virtud, tal como vimos al inicio de esta crónica, siendo famosa su implicación personal en las colectas que llevó a cabo en La Plaza durante los carnavales previos a la guerra contra el francés, reforzando, con esa actitud suya, en el espíritu de Manzanares, la conciencia colectiva, solidaria y equitativa que acompañó siempre a sus gentes a lo largo de la historia. Durante la guerra y la ocupación, fue donde desplegó sus mejores argumentos, con inteligencia, constancia y arrojo. En homilías y charlas, apeló siempre a la paciencia, la prudencia, la tolerancia y el buen sentido, como mejor manera de conducirse ante los enemigos ocupantes, en frases como esta: “apelo a la prudencia, suframos los golpes con moderación, no seamos piedra de escándalo, pues siempre el proceder de continua circunspección ha sido el camino por donde ha triunfado la inocencia perseguida” o, en estas otras: “Todo es tolerable en un espíritu de humildad” …”no siempre el hombre puede hacer lo que debe” …“es preciso precaver los daños antes que sucedan”.
Todas esas enseñanzas y sabios requerimientos, en aquel tiempo tan duro, prosigue D. Cosme, asentaron en el alma manzanareña las virtudes de hidalguía castellana que les eran propias, tan bien descritas por el insigne Miguel de Cervantes Saavedra, en su obra culmen, “Don Quijote de La Mancha” y que hoy son emblema de nuestra forma de ser.
Por último, el rigor, casi científico, que venía inserto en sus reflexiones y discursos, también formaron parte de ese legado; manifestado tras su deceso, en personajes relevantes e imprescindibles de Manzanares, en ciencia, arte o política, como los casos de Manuel González-Mellado, Francisca Díaz Carralero o Francisco González-Elipe, de los que daremos cuenta en próximas crónicas.
Pero, querido plumilla, es ya momento de finalizar esta, la importante, a la vez que triste crónica, donde le relaté el episodio de la muerte del insigne Pastor, D. Pedro Álvarez de Sotomayor, al tiempo, le apunté lo más importante del legado que dejó a la magnífica gente de la no menos insigne villa de Manzanares de La Mancha.